El bueno de Orson siempre hacía todo a lo grande. Era la encarnación misma del exceso. La manifestación del derroche. El creador de efectos. El talento y la voz.
El bueno de Orson era un auténtico manipulador. Un tipo dotado para la fábula y el verbo, un hombre de extraordinaria inteligencia, capaz de extraer de recursos básicos y limitados, resultados inolvidables.
Sin embargo, Orson y yo sabemos que su alegría es fraude, que su verdadera creencia del mundo se aproxima al desencanto, que siempre tuvo una herida que no dejó de sangrar...
Orson es un hedonista de vuelo oscuro y agotada esperanza, que trata de desprenderse del pasado e ignorar el futuro, para exprimir un presente sin otras normas que las de la pasión y el ego.
Orson es un genio, sí. Pero más que admirarle, lo quiero. Porque más que su impulso y su inteligencia, más que su creatividad o su capacidad de riesgo, más que sus cualidades de actor, más que su talento cinematográfico, lo que me conmueven son sus convicciones; porque son oscuras como la noche más negra, porque cree profundamente que la derrota es un signo inaprensible que está grabado en el alma, que no puede borrarse, que siempre estará ahí. Siempre enseñó, porque la vio siempre, la caída del hombre. No bastan la riqueza y el talento, el poder y la suerte, la voluntad y el fuego del amor, para ser ajeno a la derrota. Por la fuerza de las circunstancias o la fragilidad de sí mismo, el hombre siempre cae... y a veces vuelve a levantarse. Y esto último sólo lo sugiere, porque Orson está convencido de que siempre volverá a caer. Caerá por ambición o por celos, por corrupto o torpe, por los pasos en falso o el avance del tiempo, pero caerá. Es un hecho.
El bueno de Orson es un verdadero maestro en el montaje de historias, dotado de un talento inigualable para la construcción de tramas, un afinado arquitecto para desarrollar el croquis de sus proyectos, con una capacidad creativa que late más deprisa que su propio ser, con el estallido propio de un adolescente desbocado que imprime una personalidad que se manifiesta descontrolada y débil y que sin embargo se afianza con la rotundidad del trueno... Y sin embargo, el trueno pasa, como muchas veces Orson, sin dejar otra huella que la admiración o la expresión de los perplejos. Tocando levemente el corazón. Pero Orson se adueñó del mío, y creo profundamente que su falta final de comunicación con algunos, nace de la ocultación de su verdadera voz en pos de un resultado artístico dictado desde el intelecto y la sangre, donde el exceso de ingenio natural se convierte en la más pesada de las losas. Porque Orson jamás fue un lírico, ni un comediante, ni un fantasioso; a pesar de que, estoy convencido, tuvo el dolor de los poetas, la incomprensión de los fracasados, el gozo de los sensuales, la ácida ironía de los inteligentes y la imaginación de los alocados. Contaba historias y hacía papeles. Y ya está. Vivía. Pasaba página, porque en la vida sólo se puede pasar página y no cabe la depresión ni el desconsuelo, sino el puñetazo en la mesa, la confianza en el propio don, y la aceptación de la naturaleza de las cosas: que el hombre siempre es fiel a su derrota y que sin embargo debe seguir. Cuando esa es tu última creencia sólo puedes pasar página, como te detengas te mueres. Por eso jamás Orson juega a moralista edulcorado, no es un hacedor de juicios ejemplarizantes, nada es ejemplar, cuenta lo que ve y se explaya en la grandeza de los despreciables, considerando solamente el curso de la historia y la muestra del potencial perdido.
Lo confieso, durante muchos años fui un fan de Orson, y Sed de mal mi película favorita. Recuerdo que zanjaba muchas veces mis discusiones cinematográficas enarcando milimétricamente la ceja, para que mi comentario fuera cargado de un ligerísimo desprecio al escupir: «Tú no has visto Sed de mal». En un gesto concreto y calculado, que más que muchas horas de espejo, lo que tenía eran muchas horas de cine. Para terminar bendiciendo a Orson con un categórico: «nunca estuvo más gordo, nunca estuvo mejor».
Ahora que ya no tengo ídolos, que sólo permito concesiones al presente, que soy más sabio -¿o debería decir desencantado?- no puedo evitar emocionarme al recordar cómo, viendo Sed de mal, encajonado en el sillón orejudo, en la más absoluta oscuridad donde mi padre me enseñó a ver el cine, Orson me arranca el corazón compadecido ante el espectáculo triste de su derrota.
Déjenme que les diga: verdaderamente fue un hombre excepcional.
Sed de Mal
Marcelo 04 sept.2008 sacado de www.miradas.net