Independientemente de que ahora se dedique a emprender accidentados viajes a Marte, Brian De Palma no es un cineasta que se prodigue demasiado dentro del cine fantástico o de ciencia-ficción, a pesar que su primer gran éxito y la fama le vinieran dados, en 1976, a raíz de la adaptación al cine del, también, primer éxito literario del prolijo autor de best-sellers de terror Stephen King, Carrie. Si nos ciñéramos estrictamente al género, sólo El fantasma del Paraiso (Phantom of the Paradise, 1974), Carrie y La furia (The Fury, 1978) se incluirían en él. No obstante, en el fantastique suele ser habitual ampliar un poco los márgenes hacia el thriller y ahí ya podemos encontrarnos con varios títulos más acordes con los intereses del cineasta: Hermanas (Sisters, 1973), Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980), Impacto (Blow Out, 1981), Doble cuerpo (Body Double, 1984) y En nombre de Caín (Raising Cain, 1992). Pero la intención de este artículo no es analizar y valorar las aportaciones de Brian De Palma a este género sino destacar los modos cinematográficos de los que el autor hace gala para dotar a sus trabajos de cierto tono extraño e irreal –¿fantástico?– que anula cualquier percepción realista de lo mostrado en beneficio de una atmósfera onírica y una ostentosa puesta en escena.
Vampirismo artistico
La fuente inspiradora, tanto estilística como argumental, de De Palma ha tomado sin rubor ideas que van de Eisensteien a Dario Argento, pasando por Antonioni y Jean-Luc Godard; aunque su mayor popularidad la ha conseguido reconstruyendo enmascarados remakes –que han levantado más de una ampolla en los críticos más puristas e intransigentes– de títulos de «vacas sagradas» del celuloide –Hitchcock, of course– transformándolos en obras absolutamente personales y perfectamente referenciables, no muy inferiores a la obra "saqueada" –la sombra de Vértigo (Vertigo, 1958) se pasea incansablemente a lo largo de todo el metraje de Fascinación (Obsession, 1977); el germen de Psicosis (Psycho, 1960) yace tras las historias narradas en Hermanas y Vestida para matar; La ventana indiscreta (Rear Window, 1957) y Vértigo son revisitadas y fusionadas impúdicamente en Doble cuerpo–. Este rey del "vampirismo" cinematográfico no se ha detenido ante nada, siendo capaz de transformar el clásico de Howard Hawks, Scarface (íd., 1933), en un festival de violencia desatada –y encima dedicárselo–. La histórica secuencia de las escaleras de Odessa, de El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, 1925), de Esisenstein, le sirve de excusa para construir una de sus escenas más recordadas en Los intocables de Eliot Ness (The Untochables, 1987). El Blow up (íd., 1963) de Antonioni también es convenientemente metamorfoseado en beneficio de sus denuncias conspirativas para Impacto (Blow Out, 1981); e incluso es capaz de copiar literalmente y sin rubor algún recurso visual de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), de Michael Powel y de Tenebre (íd., 1982), de Dario Argento para En nombre de Cain.
Este desprejuiciado saqueo a tan variopintas filmografías le ha proporcionado una gran número de detractores motivando una comprensible animadversión en grandes sectores de la crítica especializada, en quienes el rechazo despertado por su obra les ha impedido –o no han querido– ver más allá.
Pero reducir el trabajo de Brian De Palma a un mero vehículo de oportunismo artístico que basa su existencia en la realización de camufladas fotocopias de las obras de otros autores seria una manera reduccionista y harto limitada de juzgar su obra. Más aún cuando el director ha desarrollado un estilo propio, característico y claramente identificable –irritante y manierista, para sus detractores–, que se ha impuesto por encima de las primerizas etiquetas, hasta tal punto que ya se puede hablar de un cine "depalmiano" o donde el distintivo "una película de Brian De Palma" identifica inmediatamente la naturaleza y las expectativas del producto. Pues si bien, en varios títulos, las influencias y las semejanzas son obvias, no es menos cierto que estas son utilizadas como sentidos homenajes o puntos de partida que, mediante un imaginativo uso del tratamiento, se remontan sobre sus orígenes para devenir en algo distinto y singular, con una entidad propia indiscutible, por encima incluso de sus fuentes.
Su ya prolífica carrera, con 27 largometrajes a sus espaldas en los que más de la mitad son obras perfectamente defendibles –algunas mucho–, posee la suficiente consistencia y personalidad como para imponerse por encima de juicios de valor excesivamente simplistas.
Revisiones impúdicas
¿Hay para tanto? No serán pocos los puristas a los que no les deba hacer ninguna gracia las maneras que utiliza el autor de Carrie para revisionar algunas obras. En manos de De Palma, a través de una sensibilidad donde no parece existir el buen gusto, Anthony Perkins deviene en un psiquiatra con una profunda crisis de identidad sexual y transexualidad frustrada, Janet Leigh en una mujer sexualmente insatisfecha y hambrienta, Vera Miles en prostituta, James Stewart en un voyeur pornógrafo que contempla, mediante un catalejo, como Kim Novak se masturba cada noche frente a la ventana de su cuarto, antes de ser asesinada con un enorme taladro. Con De Palma, las duchas y las ventanas se transforman en escenarios de lúbrico placer voyeurístico, donde una cámara morosa se recrea en la geografía desnuda de unos cuerpos impúdicamente expuestos a la mirada del espectador, antes del sobresalto o el asesinato. Aunque en 1958, James Stewart pudiera pasarse horas y horas persiguiendo a una enigmática Kim Novak por inclinadas calles, museos e iglesias. En 1984, y con Brian de Palma tras la cámara, no hay lugar para la poesía y las persecuciones transcurrirán en grandes galerías comerciales, tiendas de lencería –con James Stewart agenciándose unas braguitas– o soleadas playas. Incluso el famoso beso giratorio de Vértigo es transformado en un apasionado y obsceno besuqueo con magreo incluido. Imperdonable.
Estas licencias artísticas a la hora de versionar/fusionar títulos de culto como La ventana indiscreta y Vértigo con un trazo más que grueso, y otras muchas más que salpican puntualmente cada una de sus obras, suelen ser mal acogidas y peor interpretadas. Han sembrado rechazos que han condicionado la actitud de los ofendidos hacia los siguientes trabajos del cineasta y así, cada nuevo título ha sido observado con anteojeras y con gran variedad de prejuicios hacia una obra realizada con libertad y frescura. Alguien que trata tan a la ligera las obras «intocables» de los grandes maestros no ha de recibir nada más que el más absoluto de los desprecios. Y así, una vez superada la etapa «hitchconiana» de su cine, grandes películas como las infravaloradas Corazones de Hierro o Atrapado por su pasado, que no saquean ningún autor y se sostienen por sí mismas sin la «ayuda» de citas referenciales –como no sean narcisistas miradas a otros trabajos del propio realizador– son tratadas con injusta indiferencia.
Díficil equilibrio
De Palma ha sido tachado frecuentemente de poseer un narcisista, incluso enfermizo, exhibicionismo estilístico que le impide desarrollar convenientemente los argumentos de las historias que narra. A menudo, sus historias suelen ser calificadas de meras excusas argumentales, por la pobreza y banalidad de su contenido, donde la puesta en escena resulta totalmente excesiva y grandilocuente: un mero castillo de fuegos artificiales que no guarda nada en su interior. Tales afirmaciones suelen servir también de argumento para descalificar a un autor con demasiados altibajos en su carrera.
Lo cierto es que en el cine de Brian De Palma subsiste, desde sus mismos inicios, un conflicto interno que lo desestabiliza: la lucha entre una sensibilidad artística y una sensibilidad comercial. En el autor de Carrie se percibe constantemente el deseo de hacer coexistir esos dos mundos, lo que desencadena resultados desiguales y contradictorios. Ese deseo es el que ha acompañado una carrera con un inicio rebelde y contestatario de marcado inconformismo político y social, donde cada trabajo se transformaba en un banco de pruebas experimental y fagocitante, que evoluciona hacia un cine más popular, comercial y rentable, en el que, no obstante, sobrevive y reina su personal sentido del espectáculo, capaz de imponerse a calculados taquillazos al servicio de las estrellas como Misión: imposible (Mission: Impossible, 1996)). Una trayectoria esquizofrénica y desconcertante, donde obras de extraordinaria factura conviven con otras de escaso interés.
Su filmografía está llena de títulos con escenas excelentes pero que presentan un conjunto irregular a causa de altibajos o defectos en el guión, que son mal resueltas o se resienten por la elección de un reparto equivocado. Así, pocos trabajos del cineasta pueden recibir el calificativo de obra redonda a pesar de contener secuencias espléndidas. No creo exagerar si afirmo que Brian de Palma ha dirigido algunas de las mejores escenas jamás filmadas de la historia del cine, pero el conjunto de cada título sigue siendo irregular. Sólo El fantasma del Paraíso, con un tono deliberadamente delirante y esperpéntico que aporta homogeneidad al conjunto, en el que el cineasta fusiona elementos de obras literarias –El fantasma de a Opera, Fausto y El retrato de Dorian Gray– con otros de operas-rock, y Atrapado por su pasado (Carlito's Way, 1993), un thriller pesimista y crepuscular que narra los inútiles intentos de un antiguo narcotraficante por cambiar de vida en un entorno que ya no es el suyo, realizado con maestría y contenida pirotecnia, pueden considerarse sus dos trabajos más completos. A su lado, magníficas obras como Carrie o Vestida para matar presentan gratuitos "finales con sorpresa" que desvirtúan el conjunto. En otras, el espectáculo sanguinolento y excesivo de El precio del poder (Scarface, 1983), el tono granguiñolesco de La hogera de las vanidades (), En nombre de Caín y Ojos de serpiente (Snake Eyes, 1998) anulan en gran medida su valía. Despuntan grandes espectáculos, como los que proporcionan Los intocables de Eliot Ness o Misión: Imposible –de impecable factura y dos de sus trabajos con mayor éxito comercial–, o el durísimo alegato moral y antibelicista de Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), con una libertad crítica y de denuncia desconcertantes, o modestos artificios privados que se elevan por encima de sus pretensiones gracias a una hipnótica e inteligente puesta en escena, como Hermanas o Doble cuerpo, a la vez que disparates inverosímiles como La furia (The Fury, 1978) son difícilmente defendibles. Mención aparte merece su película más respetada por la crítica –eran otros tiempos y el genio aún no se había desbocado–, Fascinación, donde un atormentado Cliff Robertson se verá obsesivamente atraído por una joven, viva imagen de su esposa fallecida en un secuestro. La contención y elegancia de la puesta en escena, un cierto onirismo de las imágenes y una sabia utilización de las referencias cinéfilas que evocan, sin ofender, a Vertigo, de Alfred Hitchcock –ayudado por la partitura de Bernard Herrman–, despertaron cierto interés inicial en la obra de un director que fue abandonando progresivamente la mesura en beneficio de un manierismo ostentoso.
Aún así, y esta es una de las grandes virtudes del director, la precariedad argumental de algunas de sus películas, o de guiones con desconcertantes salidas de tono, no impide disfrutar al espectador de un modo de hacer cine inconfundible, divertido y entretenido, que transforma ese "castillo de fuegos de artificio" en un espectáculo hipnótico generador de inolvidables emociones. Cine en estado puro, que es de lo que se trataba.
¿Realidad o espectáculo?
Lo que principalmente distingue al cine de Brian De Palma del de cualquier otro cineasta es un estilo inconfundible y una puesta en escena desbordante. Una mirada deliberadamente manipuladora y «fantástica» con la que su ojo registra la acción y dota a cualquiera de sus realizaciones de un aspecto sobreexpuesto y una realidad teatralizada e inverosímil bañada por lo onírico y lo irreal. La sabia utilización del montaje, la cámara lenta y la profundidad de campo, cuando no de espectaculares y largos planos secuencia, morosos travellings, sinuosas panorámicas o sorprendentes picados, que se apoyan en una banda sonora subyugante, le sirven al director de instrumento con el que manipular la percepción de la secuencia, introduciendo un elemento de abstracción indefinible. Es ahí donde el tiempo se dilata hasta límites insostenibles, y aparecen las grandes set pieces que han cimentado su fama, momentos de gran intensidad dramática que ya permanecen imborrables en la memoria del espectador:
- La coronación y posterior baño de sangre en Carrie.
- La huida de Gillian del Instituto Paragon en La furia.
- La escena del museo, el asesinato en el ascensor o la persecución en el metro de Vestida para matar.
- La imaginativa reconstrucción del atentado y el asesinato de Sally en Impacto.
- La sangrienta encerrona de los traficantes de coca a Tony Montana y su muerte en el violento final de El precio del poder.
- El largo seguimiento en las galerías comerciales y el dilatado asesinato de la mujer en Doble cuerpo.
- La escena de la estación o la persecución por los tejados en Los intocables de Eliot Ness.
- El exhibicionista plano secuencia por distintos decorados con el que arranca La hoguera de las vanidades.
- Eriksson a punto de ser acuchilado bajo tierra y el asesinato de la vietnamita en Corazones de hierro.
- El largo plano secuencia en la comisaría y el climax final de En nombre de Caín.
- El tiroteo en el billar y el largo climax final de Atrapado por su pasado.
- La fallida operación con trágico final en Praga, el robo del disquete en la sede de la CIA y el apoteósico final en el tren de alta velocidad en Misión: imposible.
- El largo plano secuencia que abre Ojos de serpiente y la persecución paralela en el casino.
Su indiscriminada explotación de todos los recursos del lenguaje cinematográfico transforman cada uno de sus trabajos en un perfecto y completo catálogo didáctico en el que conviven las grandes panorámicas, el inserto, las grandes angulaciones de cámara, los contundentes picados, los zooms, las pantallas divididas, los cicloramas, etc... Nada es desechado en beneficio de la emoción. El director presume y exhibe su virtuosismo, y el espectador es recompensado con un momento de magia cinematográfica.
Un universo propio
En el cine de De Palma se distinguen ciertas constantes temáticas y formales que se repiten una y otra vez en sus historias, elementos que conforman un universo personal e identificable que van más allá de sus citas cinéfilas –el voyeurismo, las apariencias engañosas, las dobles personalidades, los crímenes, el falso culpable, la amistad o el amor traicionados, los conflictos morales–. Gusta de sorprender al espectador con inesperados giros dramáticos en la historia –Fascinación y Doble cuerpo–, con contundentes golpes de efecto –deudores de Psicosis, de Hitchcock–, matando, muy avanzada la narración, al supuesto protagonista de la historia –como sucede en Hermanas y Vestida para matar– o con engañosas escenas que violentan la narrativa y manipulan la continuidad de la historia –como la del sueño de Jenny en En nombre de Cain– o que rematan con mayor o menor fortuna otros títulos –Carrie, Vestida para matar y En nombre de Caín–. Su cine está repleto de grandes escenarios donde suceden escenas culminantes –teatros, salas de fiesta, grandes mansiones, galerías comerciales, estaciones de ferrocarril o de metro, puentes, azoteas– o de otros más reducidos asociados directa o indirectamente con el movimiento –vagones, ascensores, escaleras, pasillos–. Predominan los escenarios asépticos y monocromáticos, de reluciente diseño y una cierta fijación por los cuchillos y otros objetos punzantes, los espejos, las ventanas, los personajes que ocultan su mirada tras gafas oscuras, el disfraz, las cámaras ocultas, los equipos de escucha y las pantallas de televisión. Es un cine básicamente urbanita, aunque ocasionalmente salga a espacios abiertos de la frontera canadiense o traslade sus pesadillas a la selva vietnamita. Y si bien el humor resulta frecuente en muchos de sus trabajos donde es utilizado con resultados brillantes –un desatascador sirve para parodiar la escena de la ducha de Psicosis en El fantasma del Paraiso; un cadaver acabará siendo abandonado, oculto en el interior de un sofá, en una perdida estación de tren al final de Hermanas, al igual que otro pasará a formar parte de una columna de cemento en Ojos de serpiente. El sarcasmo y la hironía son el eje conductor de ¡Hola, mamá! y La hoguera de las vanidades, y todo en En nombre de Caín es una gran gamberrada–, en otros es la causa de un resultado decepcionante, como en Home movies o Wise guys. Incluso es capaz de fusionar humor y tragedia y conseguir, no obstante, obras magníficas, como El fantasma del Paraiso o Doble cuerpo.
El de Brian De Palma es un cine donde las situaciones dramáticas devienen a menudo, en su exageración, en esperpénticas e irreales: los actores sobreactúan, abundan los subrayados, y los crímenes son hiperviolentos –se muere acuchillado, a manos de enormes taladros o sierras mecánicas, acribillado a balazos, arrojado al vacío desde altas azoteas o reventando, literalmente–, la sangre se desborda y se adueña del encuadre, las tragedias adquieren ribetes operísticos y la exageración de algunos momentos vulnera la credibilidad de la narrativa general.
Y, sin embargo, el espectáculo se mantiene. Pues si de cine es de lo que hablamos, pocos directores hay, como Brian De Palma, que sepan mostrar la alegría y el placer de rodar. Tras cada una de sus imágenes se adivina la mano de un artista que disfruta con su oficio y que a la vez sabe transmitir esta emoción a un espectador que, hipnotizado ante la mágica naturaleza de su talento cinematográfico, se siente feliz de ser sumergido durante un tiempo en los dominios de este generoso alquimista y fabricante de sueños –o pesadillas–.
Finalizaré este comentario citando a Enrique Colmena, autor del estudio sobre Brian De Palma (Ediciones JC, 1987) que, aunque condicionado por la fecha en que fue escrito –el estudio deja fuera todos los títulos posteriores a Los intocables de Eliot Ness, incluido éste– no ha perdido un ápice de su valor: «Brian De Palma –underground, hitchconiano, pesimista, radical, moderado, pirotécnico, brillante, voyeur, manipulador y manipulado, tecnicista y humanista, zigzagueante, caprichoso o riguroso– es puro espíritu de contradicción, pero es uno de los pocos realizadores actuales capaces de contar cosas sin más ayuda que la imagen, el sonido y la inteligencia. Nada más. Y nada menos».
Caracortada Brian De Palma
Caracortada Howard Hawks
Marcelo 05 sept 2008
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