JIM THOMPSON Y EL ASESINO DENTRO DE SÍ
Nacido el 27 de septiembre de 1906 en Anadarko, Oklahoma, hace algo más de un siglo, James Myers Thompson fue siempre Jim. Para usar el «James» ya estaba su padre, corrupto sheriff del condado entonces, borrado en México en los años siguientes, petrolero tramposo en Texas después, figura ambigua y poderosa que, cuando murió en un asilo y comiéndose el relleno del colchón (sic) hacia 1941, dejó al hijo que empezaba su primera novela en deuda, culposo y absolutamente referido.
Todo no deja de ser un verdadero picnic psicoanalítico para los críticos que no se han privado de rastrear huellas autobiográficas en una obra —tres decenas de novelas concisas, violentas y inconfundibles— que es sólo y nada menos que la modulación obsesiva de unos pocos temas en unos contados escenarios: los lugares y oficios múltiples que conoció, poblados de asesinos cerebrales, alcohólicos y desgraciados marginales sin salida. Un mundo opresivo de personajes determinados por el contexto social y/o la fatalidad de una índole perversa. Nadie podrá olvidar al Lou Ford de El asesino dentro de mí, ni al Nick Corey de 1280 almas, los pavorosos y reflexivos narradores de sus novelas más emblemáticas, psicópatas confesos con el asesino dentro de sí...
Sin embargo, el testimonio de su familia —cuando murió en 1977 dejó mujer y tres hijos— y de quienes lo conocieron de cerca ha coincidido siempre en mostrar a un Thompson amoroso y solidario que sacaba de sí mismo, a la hora de ficcionar, oscuridades sin fondo. Acaso para mostrar la vigencia del postulado tácito en cada una de sus tramas: «Nunca nada es lo que parece». Maltratado por el tabaco y el alcohol precoces, hombre sensible a las inquietudes sociales de su tiempo e incluso adherente fugaz del ordenador en los treinta, el autor de las autobiográficas Chico malo y En bruto estuvo habituado a ver, desde siempre, la cara de la desgracia. Juan Carlos Onetti, buen lector de policíacas, debe haberlo tenido entre sus favoritos del género.
Una particularidad de la narrativa de Jim Thompson es el soporte que eligió para publicarla. Tras sus tres primeros intentos durante los cuarenta con la tradicional edición de tapa dura dentro y fuera del género criminal, a partir de 1952 y en algo menos de cuatro años, produce por encargo para la editorial Lion una serie impresionante de trece novelas en formato de bolsillo —publicaciones de 25 centavos—, que constituyen el corazón de su obra. Nadie en ese momento, excepto Robert Bloch y algún otro crítico, vio lo que estaba pasando ahí: Hammett ya fuera del juego, Chandler agotado tras El largo adiós, algo nuevo y salvaje que no era el fascismo de Spillane irrumpía desde la selva del kiosco.
Las ráfagas de bonanza que significaron para Thompson que el joven Stanley Kubrick primero lo eligiera —se confesó su admirador— para que metiera mano en el guión de la inicial policíaca Atraco perfecto (1956) y luego del memorable alegato antibélico de Senderos de gloria, con Kirk Douglas, al año siguiente, no alcanzaron para que su carrera despegara. Tenía cincuenta años, viviría veinte más, y mientras escribía ocasionalmente y sin demasiado entusiasmo para la televisión, el cine volvería a reclamarlo con adaptaciones —tardías— de su propia obra. Famosamente, Peckinpah hizo La huida con Steve McQueen y Ali McGraw en 1972, y Burt Kennedy —con menos ruido— El asesino dentro de mí en 1975. Pero él ya casi no estaba. Tampoco estaba, hacía rato ya, cuando Stephen Frears hizo una obra maestra con Los timadores. Le hubiera gustado el papel que hizo Angelica Huston, seguro.
Para leer a Thompson en castellano —para descubrirlo, bah— hubo que esperar más que con otros de su talla. Desde mediados de los setenta empezaron a difundirlo editoriales como Grijalbo y José Batlló. Después, el Club del Misterio de Bruguera. Ya avanzados los ochenta se lo tradujo masivamente, aunque no siempre con prolijidad: Cosecha Roja, de Ediciones B; Etiqueta Negra, de Júcar, y un par de colecciones más monopolizaron los títulos de Thompson. Y es durante esos años —la década inmediata a su oscura muerte en 1977— que se produce, también en Estados Unidos, su redescubrimiento. Él mismo lo había previsto así cuando, antes de morir, no había un solo título suyo en las librerías de su país.
En realidad, la fama de Jim Thompson, como ocurrió con la de David Goodis —con quien tiene muchos puntos en común—, fue un «invento francés». No es casual que el mítico Marcel Duhamel, director de la Série Noire de Gallimard, le tradujera su primera novela dentro del género, Sólo un asesinato —una prolija y bien escrita variación sobre el tema de El cartero siempre llama dos veces—, ya en 1950, un año después de su publicación original, y que después eligiera 1280 almas —insólitamente reducida en francés a 1275 âmes...—, una de las mejores y más emblemática de sus novelas, para celebrar el número 1000 de la colección, en 1964. Claro que para entonces lo mejor de Thompson ya estaba escrito.
También de Francia llegaron los tributos mayores y más respetuosos a la hora de ponerlo en la pantalla. En 1978 Alain Corneau hizo Serie Negra, su versión de Una mujer endemoniada, y el excelente Bertrand Tavernier ambientó en África las sordideces de 1280 almas en Coup de torchon. En los últimos veinte años —me entero por Javier Coma, que de esto sabe demasiado— no han dejado de llevarlo a la pantalla en su país, sobre todo a la chica.
Dice Max Allan Collins —uno que se hizo cargo de los argumentos de Dick Tracy a la muerte de Chester Gould y que sabe y suele escribir con autoridad sobre autores de novela policial norteamericana— que acaso Jim Thompson sea a James Cain lo que Chandler fue a Hammett. Si éstos, entre otras cosas, trabajaron sobre la figura del detective, le dieron humanidad, espesor y psicología. Thompson —como Cain— partió del otro lado del relato, de la fatalidad que lleva al crimen. No hay detective ni investigación, y la autoridad suele ser, precisamente, el asesino. Y ahí, paradójicamente, se cruza —en negativo— la sombra de David Goodis. El autor de Senda tenebrosa, El anochecer o Viernes negro contó sus maravillosas historias sombrías «desde la víctima». Y su paranoia tiene mucho en común, es el complemento exacto de los sádicos psicópatas de Thompson. Ambos, en esos coloridos libritos baratos que saturaban los kioscos yanquis de hace algo más de medio siglo, contaron como nadie la pesadilla en que devino ese sueño americano postergado sin término.
De todos esos textos feroces, acaso sea El asesino dentro de mí, publicado en 1952, su testimonio más elocuente.
Marcelo 07 Nov. 2008 sacado de JUAN SASTURAIN www.negraycriminal.blogcindario.com
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