El guión es la partitura, lo demás es música. Una cadencia que concatena 24 imágenes por segundo proporcionándonos la engañosa sensación de haber capturado una sucesión de instantes, confiriéndoles un orden narrativo y un sentido literario. Mientras exista una temática y un argumento sustentado por situaciones dramáticas y actores parlantes, el cine no se habrá emancipado de la novela ni del teatro. La vida tampoco. Vivimos para interpretar o contar lo vivido, o nos lo contamos a nosotros mismos mientras lo vivimos. Somos los guionistas de nuestra propia vida. Con una fatal diferencia con respecto al cine. La vida no se adecua a guión previo, y la película sí. Es más, sin guión no se podrían convocar los actores ni reunir los elementos que el rodaje requiere. Para bien o para mal, todas las películas tienen el sentido que el guión les da. Ese sentido que, a posteriori y prosopopéyicamente, llamamos en la vida Destino. Es curioso comprobar que la palabra destino y la palabra sentido constan de las mismas letras. Como en causalidad y casualidad, basta una simple traslación para alterar el significado. Aunque sospecho que, en este caso, ambas palabras quieren decir lo mismo y la casualidad es sólo una circunstancia cuya causalidad desconocemos. Puede que incluso tras todo acontecer casual se esconda la mano de un guionista oculto.
De hecho, los guionistas son los grandes desconocidos del público y de muchos críticos que, frecuentemente, atribuyen la exclusiva autoría de las películas al director. Rara vez oímos mencionar a Herman Mankiewicz a la hora de alabar Ciudadano Kane y, menos aún, a Hampton Fancher o David Peoples, guionistas de Blade Runner. He leído artículos y he asistido a coloquios sobre el filme de Ridley Scott en los que conspicuos comentaristas han ignorado impunemente en sus exégesis a Philip K. Dick, autor del libro. Existe una obtusa reticencia al admitir que en la trastienda de las apariencias cinematográficas fluye un río literario cuyos creadores se mantienen en la sombra para no interferir una ilusión óptica poblada de presencias, actos y palabras, bajo la batuta de un solo director.
La proverbial invisibilidad de los guionistas trae consigo otra nefasta consecuencia: suelen estar mezquinamente pagados. Van descalzos y nunca besan a la chica. O al chico. Pero asumen una responsabilidad básica y esencial en el éxito o el fracaso de la producción, a pesar de que a menudo su tarea está torpedeada por sesudas, o no tan sesudas, opiniones ajenas que pretenden erigirse en designios divinos, o no tan divinos, cuando se trata de augurar el resultado comercial de un proyecto.
La humildad y la paciencia a ultranza convierten inexorablemente a todo guionista en un asesino en potencia y ésa será su mejor cualidad cuando, metafóricamente hablando, empuñe el bisturí para desentrañar el alma humana. Hace tiempo, García Márquez me confesaba que había escrito un libro como represalia contra la industria cinematográfica que lo tenía constreñido a hacer guiones a la medida de estúpidos criterios. Su venganza se tituló Cien años de soledad.
Pero también he conocido guionistas felices como mi amigo Frank Kowalsky, autor de Tráiganme la cabeza de Alfredo García, o el más grande de los nuestros: Rafael Azcona, genial e incombustible escritor, cuya personalidad y humor han dejado huella indeleble en las pantallas. Siempre he lamentado que los buenos guiones no se publiquen como una pieza literaria. Se me objeta que el guión es algo inacabado hasta que la película no le dé definitiva carta de existencia. Según ese dictamen, tampoco deberían publicarse las obras de teatro, y Shakespeare y compañía dormirían a la espera de que alguien viniera a trasladarlos de la nada a la escena, aunque fuera para masacrarlos por enésima vez. En el fondo, no existe tanta diferencia entre la lectura de una novela y la de un guión. Porque leer es siempre imaginar.
Gonzalo Suarez
De hecho, los guionistas son los grandes desconocidos del público y de muchos críticos que, frecuentemente, atribuyen la exclusiva autoría de las películas al director. Rara vez oímos mencionar a Herman Mankiewicz a la hora de alabar Ciudadano Kane y, menos aún, a Hampton Fancher o David Peoples, guionistas de Blade Runner. He leído artículos y he asistido a coloquios sobre el filme de Ridley Scott en los que conspicuos comentaristas han ignorado impunemente en sus exégesis a Philip K. Dick, autor del libro. Existe una obtusa reticencia al admitir que en la trastienda de las apariencias cinematográficas fluye un río literario cuyos creadores se mantienen en la sombra para no interferir una ilusión óptica poblada de presencias, actos y palabras, bajo la batuta de un solo director.
La proverbial invisibilidad de los guionistas trae consigo otra nefasta consecuencia: suelen estar mezquinamente pagados. Van descalzos y nunca besan a la chica. O al chico. Pero asumen una responsabilidad básica y esencial en el éxito o el fracaso de la producción, a pesar de que a menudo su tarea está torpedeada por sesudas, o no tan sesudas, opiniones ajenas que pretenden erigirse en designios divinos, o no tan divinos, cuando se trata de augurar el resultado comercial de un proyecto.
La humildad y la paciencia a ultranza convierten inexorablemente a todo guionista en un asesino en potencia y ésa será su mejor cualidad cuando, metafóricamente hablando, empuñe el bisturí para desentrañar el alma humana. Hace tiempo, García Márquez me confesaba que había escrito un libro como represalia contra la industria cinematográfica que lo tenía constreñido a hacer guiones a la medida de estúpidos criterios. Su venganza se tituló Cien años de soledad.
Pero también he conocido guionistas felices como mi amigo Frank Kowalsky, autor de Tráiganme la cabeza de Alfredo García, o el más grande de los nuestros: Rafael Azcona, genial e incombustible escritor, cuya personalidad y humor han dejado huella indeleble en las pantallas. Siempre he lamentado que los buenos guiones no se publiquen como una pieza literaria. Se me objeta que el guión es algo inacabado hasta que la película no le dé definitiva carta de existencia. Según ese dictamen, tampoco deberían publicarse las obras de teatro, y Shakespeare y compañía dormirían a la espera de que alguien viniera a trasladarlos de la nada a la escena, aunque fuera para masacrarlos por enésima vez. En el fondo, no existe tanta diferencia entre la lectura de una novela y la de un guión. Porque leer es siempre imaginar.
Gonzalo Suarez