Lo bueno de llorar


En su corta pero interesante trayectoria, el cineasta chileno Matías Bize ha apostado hasta ahora por contar cosas que se puedan mostrar en cámara; con historias como la de la novia que en tiempo real y sin cortes termina con su novio durante el día de su boda, o la de la pareja de extraños que empiezan a conocerse en un motel. Más allá de las obvias diferencias de presupuesto y ambición que tenían estas cintas, las une la vocación de que todo lo interesante e importante de la historia nazca, se desarrolle y muera en un solo episodio exhibido en estricto orden cronológico.

El haber ganado el Festival de Valladolid con En la cama, le abrió a Matías Bize la posibilidad de filmar una película en España, con actores y técnicos de ese país. De ahí salió Lo bueno de llorar, que en cierta manera parece desprenderse voluntariamente de la premisa que animó a sus cintas anteriores. Esto se expresa en que esta historia de una pareja en disolución descansa demasiado en un pasado que no vemos y que no logra hablar con la claridad suficiente cuando se empieza a expresar con palabras. Vaya paradoja.

POCAS PALABRAS

El largo y lento travelling donde vemos a Vera (Vicenta N’Dongo) y Alejandro (Àlex Brendemühl) sentados en un restaurant sin nada que decirse, abre la película y en cierto sentido la sostiene en su apuesta de apelar al silencio y a la mera expresividad de sus rostros derrotados. Ese largo inicio es lo suficientemente elocuente como para explicar la instrospección de cada uno de los protagonistas, que ya ni siquiera escuchan lo que pasa frente a ellos –mientras van en el metro de Barcelona– debido al dolor y al agobio mental que el cineasta trasmite con los primeros planos de sus rostros y una música que se come el sonido ambiente.

Con estos recursos, toda la historia pasada de esta pareja se convierte en una presencia tácita y poderosa, pero que debe hacerse explícita en algún momento. Cuando la pareja empieza a conversar, lo que surge es el fantasma de los hijos que no tuvieron en sus muchos años juntos, pero siempre desde una manera más bien lateral y elusiva de la razón última por la que las cosas se dieron de esa manera. Él, con una historia inverosímil en un aeropuerto; ella, con una historia harto más poderosa, donde revela ser mucho más asertiva que él. Ambos saben que ese paseo por la ciudad es el funeral de su relación; y también lo saben sus amigos que comparten con ellos durante un cumpleaños.

La noche de Barcelona está filmada para resaltar la dimensión fúnebre del paseo de Vera y Alejandro, quienes se encuentran en las calles con unos pocos episodios y seres extraños (que les brindan algo de diversión momentánea y algo más). Las calles, puentes y supermercados desiertos de Barcelona bien parecen funcionar como un enorme cementerio al que se va a caminar, a la vez que sus habitantes son los fantasmas que lo recorren.

NO SE VE NI SE ESCUCHA

No obstante, el escenario, los diálogos y lo que se sugiere del pasado de la pareja no terminan de armar una semblanza completa de la situación que estamos viendo. En la segunda mitad de la película, ésta se desmorona porque lo que ocurre en pantalla no tiene un sostén en aquello que no se dice de esta pareja, y que surge en algún momento de la historia, pero sin mucho efecto clarificador. Es como si la película hablara en clave sin que exista una forma de acceder a las dinámicas y a las interacciones que esta pareja construyó durante años, y que parecen tan importantes para lo que termina ocurriendo al final de la película.

Queda la sensación de que todo lo que viene a partir de cierto momento necesita una explicación que la película no da, tal vez porque apostó erróneamente a que sería capaz de mostrar esos lazos invisibles (“los torrentes de amor”, de Casavettes) operando durante el largo peregrinar de Alejandro y Vera que culmina al amanecer. Y sin embargo, no se ven ni se escuchan por ninguna parte.

Juan Pablo Vilches (El Mercurio)

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