Pues bien, me gustaría compartir con todos vosotros mi gran pasión por esta genial y a pesar de todo aún “desconocida” artista, ya que aunque parezca increíble, a día de hoy, su bibliografía es casi inexistente, y su biografía, confusa…, por lo que en un enorme ejercicio de audacia, he decidido resumiros un poco todos los datos que he ido recopilando y de los que dispongo en estos momentos sobre su vida y su obra para conocer mejor a esta hedonista, sibarita, excéntrica, inteligente, atractiva y ambiciosa mujer y artista, rodeada a lo largo de toda su vida de un cierto halo misterioso y ambiguo que conservó hasta su vejez, ya como una respetable gran dama, y que siempre se mantuvo unida a una élite intelectual, artística y económica.
Son los felices Años Veinte…, los increíbles Années Folles, Coco Chanel propone una “Garçonne” que conduce, fuma y bebe con absoluta despreocupación. ¡Hay que ser snob! Moverse y amar la fugacidad, todo rápido y sin pensar, lo importante es no parar…, es la erótica de la velocidad. El “tout le monde” se reune en el casino, el club de moda o el cabaret, y se busca sin descanso la felicidad.
Al inicio de esos años locos llegó a París una pintora que afirma ser de origen polaco, y cuya aureola mundana se impuso a los propios cuadros. En una Europa de entreguerras, también marcada por la depresión, el arte, recupera con ella la dulzura de los sentidos, la sensualidad y el erotismo.
Una artista de la que casi todos conocemos su autorretrato, ¿quién no ha visto alguna vez su insinuante rostro tras el volante de un Bugatti verde?, y que algunos confundieron e identificaron en su momento como Isadora Duncan, tal vez por la relevancia de un coche en sus vidas, pero son pocos los que recuerdan su nombre y menos aún los que han podido disfrutar del conjunto de su obra; una obra dispersa y fragmentada, que pertenece en un alto porcentaje a colecciones privadas y solo ocasionalmente ha podido ser reunida para exposiciones antológicas, como ocurrió en 1972 en París, la primera gran antológica sobre su obra, pero que se limitó solo a su época parisina, - que la hizo de nuevo famosa y la rescató del olvido siendo ya una venerable anciana después de más de 30 años de su marcha a EEUU-, muy similar a la que en este pasado verano del 2004, le organizó la Royal Academy of Arts de Londres, y que ahora se encuentra en Viena.
También pudieron verse retrospectivas de su obra, en 1981 en Tokio, en 1994 en Villa Medici, Roma, y en 1997 en el Museum of Fine Arts of Hiroshima.
Estoy hablando de Tamara de Lempicka…, una mujer que atraviesa con rapidez la bohemia de Montparnasse, y el anonimato, para entrar en un mundo de élite. Elegante y sensual, enamora a la alta sociedad parisina y permanece ajena al febril ritmo del charlestón y a las masificadas calles desbordantes de luces y risas. Permanecerá unida a círculos minoritarios, refinados y cultos que apuestan por lo nuevo mediante una simbiosis de la sofisticación del “bon gout” y el funcionalismo del “spirit nouveau”.
Rodeada de lujo, se convierte en la retratista de moda de una aristocracia y burguesía que los refleja con un extraño realismo, serenidad y voluptuosidad, impecables y perfectamente vestidos, muestra evidente del elitismo y el reflejo de su propia vida, y aún siendo muy joven obtiene un reconocido y merecido éxito, y las exposiciones, tanto individuales como colectivas, y los premios, fueron acumulándose en su currículum de artista con ritmo incansable, como el primer premio en la Exposición Internacional de Bellas Artes de Burdeos en 1927, por ejemplo. Varios salones de la III República acogieron sus obras y algunos museos nacionales se apresuraron a conservarlas, como el museo de Nantes, y su entonces muy rigurosa sección de arte contemporáneo.
Según la biógrafa, Laura Claridge, que recientemente publicó su biografía, nació en Moscú, y no en Varsovia como afirmaba la propia Tamara, en 1895, y no en 1898, como citan la mayoría de las fuentes, o incluso 1902. Su madre era polaca y su padre un acomodado judío ruso que desapareció de su vida de forma extraña. Estudia en la academia Imperial de Bellas Artes de San Petersburgo, y huye de la Rusia bolchevique acompañada de su marido Lempicki, llegando a París en 1923. El matrimonio tiene una hija – Kizette-.
Separados en 1928, la artista seguirá conservando el nombre de su marido. En Suiza, se casó con el húngaro Barón Raoul Kuffner – de ahí el título de baronesa- , adinerado y muy conocido en la aristocracia cosmopolita de ambos lados del Atlántico. Con él vivió en un palacete de tres plantas en la rue Méchain, al lado del Observatoire, en un edificio diseñado junto con el mobiliario, por el arquitecto cubista Mallet- Stevens, de concepción tan sorprendente y avanzada que dieron mucho que hablar por aquel entonces.
Sus fiestas fueron punto de reunión de aristócratas, embajadores, financieros, artistas y personalidades que visitaban la ciudad.
La belleza y la sofisticada elegancia con la que siempre vistió, así como su enorme poder de seducción, y su fama de artista, eran el eje de un vasto y móvil cenáculo, y provocó grandes pasiones en personajes de renombre, como en el escritor futurista y activista político del partido fascista italiano, Filippo Marinetti.
Pero sin duda alguna su episodio más conocido, fue su huida de La Vittoriale en 1927, el palacio y ciudadela monumental en Lago Gardone, - antigua propiedad de la familia Wagner-, donde el poeta, dramaturgo y militar, Gabriele d’Annunzio, intentó seducirla con sus más experimentadas técnicas, hospedándola en la habitación de Leda, la alcoba de la que ninguna mujer había salido incólume hasta entonces.
Esta sala estaba repleta de porcelanas chinas, filigranas de oro, pieles de animales salvajes y alfombras orientales, impregnada por un perfume intenso que desprendían unos pebeteros, destacaba en el centro, el gran lecho, lleno de almohadones. El escritor la había invitado con la idea de que le hiciera un retrato, pero contrario a posar, d’Annunzio se dedicó inmediatamente a cortejarla. Intentó provocar en ella el reflejo de su vanidad, echando a sus pies vestidos y adornos más o menos lujosos, incluso hizo que el acorazado Puglia disparase salvas en honor de la Lempicka.
No sirvió de nada, Tamara no cedía, y tras varios días de acecho, y con varios escritos que no recibieron respuesta, una noche irrumpió desesperado en la exótica y recargada habitación de Leda, mientras su invitada dormía. Ella no tuvo tiempo de reaccionar y según cuenta Foschini, que entrevistó a la Lempicka en Capri, “Gabriele se convirtió en un huracán de palabras”, y sus caricias y súplicas no lograron resultado alguno. Tamara huyó del Vittoriale dejando a un d’Annunzio trastornado por los sentidos, lamentándose de su vejez y hundido en el fracaso, concluyendo así el encuentro, o mejor, enfrentamiento entre la artista y el poeta.
Cuando a partir de 1939 deciden afincarse en los EEUU, la pareja no dejará de llamar la atención. Y además de dedicarse a viajar entre Nueva York y Chicago, Santa Fé y las Montañas Rocosas, donde al igual que en Beberly Hills, tenían un “refugio”, que había pertenecido al cineasta, King Vidor, sus “soirées” en este último lugar adquirieron un gran prestigio, y en el estudio de la artista, o como invitados a sus colosales fiestas, era frecuente la presencia de nombres como Annabella y Tyrone Power, Dolores del Río, Gloria Swanson, Mary Pickford, Charles Boyer, Vicky Braum y Juan Romero, Luigi Filiasi y Theda Bara, Conchita Pignatelli y Lorna Hearst, el barón de Rothschild, e incluso la Garbo o la Dietrich.
Lempicka sigue pintando, exponiendo, y cometiendo excentricidades…, pero cualquier rastro queda difuminado, y a pesar de estar muy cercana a la American Scene, cada vez es más conocida y aplaudida como Baronesa Kuffner que como Tamara de Lempicka. Era una mujer muy bella, de eso no hay duda, d’Annunzio la llamó “la mujer de oro”, los periodistas se extasiaban al verla, y les asombraban sobre todo sus manos, de “lenta gesticulación”, y que según Vittorio Foschini, daban la impresión de que “acariciaban siempre”, pero también su pelo y su lujoso guardarropa.
Todos se maravillaban con su alta figura, suave y armoniosa en sus movimientos, con su rostro iluminado por dos grandes ojos de mirada perdida y algo artificiales, con la boca dispuesta a la sonrisa y unos labios pintados con los más raros “rouges” de París. Pero todo esto no debe ocultar una personalidad ágil, inteligente e inquieta, que le indujo a tomar contacto con lo “nuevo” que entonces nacía en París.
Desde su llegada a Francia se preocupó por perfeccionar su técnica pictórica. De su primer maestro, el metódico e intransigente Maurice Denis, angelical y diabólico al mismo tiempo, predicador del Neotradicionalismo parisino, y con quien estuvo poco tiempo, la Lempicka aprendió a simplificar las formas y a utilizar el color.
Pero mucho más decisiva fue la influencia de su segundo profesor, André Lhote, pionero del cubismo sintético, concibe el cuadro como una rigurosa combinación de planos y colores, y al igual que todos los Neo-cubistas, la geometrización pierde virulencia y el fin perseguido tiene un claro valor decorativo. A estas ideas que transmitió a Tamara, Lhote añadió otra: le enseñó a apreciar el clasicismo de Ingres destacando el alto valor de sus desnudos.
En su obra, escasa y bastante desconocida, la síntesis de cubismo, clasicismo y realismo no pierde el carácter decorativo propio de la época, pero supera el estereotipo de Art Decó con el que habitualmente se la identifica. La pintura de Tamara, cuya obra en esencia la componen retratos y desnudos, tiene un encanto sumamente personal. Las formas y los fondos se convierten en perfectos análisis geométricos y verdaderos estudios cubistas del color, y emana un atractivo perfume a vicio y alta sociedad.
Retrato de Madame Boucard, 1928
Aunque también pintó algunas obras de carácter seudo-religioso, en una especie de ejercicio de hedonismo ateo de élite. Aseguraba Oscar Wilde, que las cosas sagradas son las únicas que merece la pena profanar. Respecto a sus retratos, nos hallamos ante una especie de galería de la alta burguesía, y en ciertos casos, de la aristocracia del periodo de entreguerras, en absoluto indiferente a las sugerencias de la publicidad y de las exquisiteces y vanidades de la época, que a simple vista pueden parecer demasiado racionales y fríos.
Pero si los observamos atentamente, cada rostro habla con fuerza propia y define una personalidad: junto a una hábil técnica y un acabado impecable coexiste una profunda valoración de la psicología del modelo que en ocasiones nos recuerdan a la Nueva Objetividad Alemana de George Grosz, Otto Dix, y sobre todo, Christian Schad, claro está, perdiendo toda agresividad social.
Claros ejemplos son, entre otros, “El Retrato del Gran Duque Gabriel”, de uniforme rojo, que con una mirada espectral, refleja la muerte de la nobleza rusa. “El Retrato de la duquesa de La Salle”, una atrevida y dominadora lesbiana vestida con traje negro de amazona andrógina, (no en vano, en esos años, en los círculos distinguidos y sin prejuicios, llamaban amazonas a las lesbianas), mira fijamente y ostenta humores indudablemente malignos, sabiendo que es la reina de las noches de sexo y cocaína.
O el “Retrato de un hombre con gabán”, primer marido de Tamara, Tadeusz Lempicki, hombre dolorido que mira con seriedad, con un abrigo negro, sombreo de copa en la mano y un foulard blanco al cuello, y que protestaba durante los primeros años de vida común en París, sabiéndose traicionado por las continuas infidelidades de su mujer, que lo ponía en evidencia pintando a sus amantes. El retrato está inacabado.
En los desnudos, que hay en gran número, de nuevo aparece la sorpresa, y tras una aparente rigidez, con posturas que en ocasiones semejan estatuas, sorprende la cerebral e inmediata corporeidad de los personajes representados, así surgen cuerpos que rozan lo tangible, absolutamente carnales, y la voluptuosidad adquiere tal clímax, que lo sensual se torna sexual, provocativo y casi escandaloso.
Gigantescas mujeres con marcado valor sexual. Ejemplos notables de esta reducción a la carnalidad son sin duda, “La Belle Rafaela”, “Femmes au bain”, “La Dormeuse”, o quizás, la más perturbadora de todas, “4 desnudos”, donde 4 mujeres gimen y se retuercen llevadas por la voluptuosidad, y donde podemos reconocer a Nana de Herrera. También se podría afirmar, si las modelos no holgazanearan, y se diría que vigiladas por ojos impúdicos, que sufren algún tipo de abuso, como la sometida “Andrómeda”, o la joven de “L’ Heure Bleue”.
La ignorancia de los acontecimientos de la vida de la artista, y la carencia de análisis profundos sobre su obra, son una prueba más de la bárbara iconoclasta, a la que se vieron sometidos durante casi medio siglo, todos aquellos artistas que no quisieron formar parte de las vanguardias de la Escuela de París, y que se vieron por ello privados de su legitimidad y con el paso de los años, olvidados y desterrados de la historia de la pintura internacional, al igual que no se sabe cuantos impertérritos figurativos, entre los que también estaban, Balthus, Alexander Deineka, Anton Räderscheidt, Edward Hopper, Paul Delvaux, Raphael Soyer o Alberto Martini, junto con todas aquellas cosas, hechos y personas acusados de apostasía.
extractado de www.amebasaladeriva.com
23-Julio.2008
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