Si hubo un momento, en los años noventa, en que se consideraba moderno, innovador o “con onda” que una película tuviera un montaje agresivo, saturado y protagonista, hoy la tendencia, al menos en cierto cine, va por el uso opuesto, por dejar que el plano, ojalá abierto, ojalá largo, exprese lo mejor que se pueda toda la riqueza y ambigüedad de la realidad filmada. En rigor, ambas formas de enfrentar el lenguaje cinematográfico siempre han convivido, pero el cine despojado de efectos de montaje —así como de efectos especiales o incluso de música incidental— ha ganado un lugar protagónico en festivales y entre la crítica. El mismo Sanfic (Santiago Festival Internacional de Cine) es un reflejo de la tendencia. Con una consistencia encomiable nos ha traído películas cuyo espacio en la cartelera diaria es muy escaso, pero donde el cine está encontrando hoy su tierra más fértil, más expresiva. “Batman, el caballero de la noche” no está nada de mal, no me malinterpreten, pero los matices de su registro son incomparables con la sutileza, la fineza y el encanto de, por ejemplo, “En la ciudad de Sylvia”, de el catalán José Luis Guerín, mostrada en el Sanfic que acaba de terminar, película que, sin miedo a caer en la hipérbole, puede ser una de las mejores cosas que le ha pasado a la pantalla grande de Santiago en los últimos años. “En la ciudad de Sylvia”, la historia de un joven que vaga por Salzburgo buscando a una mujer que conoció seis años atrás, con sus misterios, con sus zonas irresueltas, con su aparente levedad y sencillez, por sí sola le devuelve al espectador la fe en todo lo que el cine es capaz de dar. “Luz silenciosa”, del mexicano Carlos Reygadas, y “La mujer sin cabeza”, de la argentina Lucrecia Martel, entre las películas que me tocó ver en este mismo festival, reafirman la sensación de que un cine despojado de efectos triviales puede ser el camino más directo, para decirlo en corto, para acceder a cierta verdad cinematográfica.
Pero el despojo también puede convertirse en un recurso retórico. No garantiza por sí mismo la verdad que alcance una película. Al final el cine también está hecho de historias y personajes. No todo lo filmado a la Kiarostami, a lo Dardenne, está necesariamente al mismo nivel. Esta reflexión viene a la cabeza cuando se ve “Tony Manero”, que ganó la competencia internacional en el Sanfic 4, y que el jueves se estrenó comercialmente.
La segunda película del chileno Pablo Larraín representa un avance significativo con respecto a “Fuga”, su primera cinta. Muy significativo. “Tony Manero” tiene una historia mejor compuesta y amarrada, está mejor organizada, es más uniforme, evita la estética publicitaria y la grandilocuencia. Si “Fuga” era pretenciosa sin mucho más, “Tony Manero” tiene paño que cortar, tiene momentos. Como cuando Raúl Peralta (Alfredo Castro), listo para interpretar el personaje de John Travolta en “Fiebre de sábado por la noche”, su obsesión personal, hace la fila con los dobles equivocados, de Chuck Norris. O el cierre final, abrupto pero logrado. En otras palabras, se puede hablar de ella sin sólo protestar. La cinta, sin embargo, no cumple las expectativas que ha generado la prensa.
Un problema tiene que ver, decíamos, con su opción retórica. Larraín filmó “Tony Manero” a lo Dardenne, esto es, con mucha cámara en mano, siguiendo a sus personajes por la espalda o por el lado, con fuentes de luz naturales o aparentemente naturales, dejando que cierta suciedad, propia del documental, entrara en la cinta. Lo que no es malo. “4 meses, 3 semanas, 2 días”, estrenada hace pocas semanas, recurre a un estilo parecido y funciona notablemente bien. “Tony Manero”, sin embargo, tiene dificultades para armar espacios físicos, desenfoca sin una razón aparente —¿es Raúl miope? Nunca se explicita—, marea cuando no debiera, no parece del todo sensible a los momentos auténticamente cinematográficos. En otras palabras, la manera de filmar Tony Manero no funciona, justamente, donde debiera: dejar respirar al relato, dejar que la realidad entre sin filtros, o con menos filtros que los exigidos por la forma clásica. Larraín toma una forma de filmar y montar, hoy en boga entre los festivales de cine, sin incorporar las auténticas razones que la justifican.
El segundo problema se arrastra de “Fuga” y tiene que ver con la opción por el patetismo que ambas películas comparten. Hasta el momento, Larraín parece un director únicamente interesado en lo patético que es el hombre. En la historia de este sicópata que admira el personaje de Travolta, no hay posibilidad de redención, no hay encuentros, no hay compasión. No hay la más mínima forma de amistad, complicidad o intimidad. No hay dignidad, tampoco. Prácticamente todos los personajes, no sólo Peralta, terminan por mostrar una u otra forma de degradación. Es cierto que la cinta está ambientada en el horrible Chile de 1978, lo que convierte al patetismo en un posible comentario político. Pero ¿fue tan así? ¿Acaso no se amó, no se rió, no se conoció amigos o no se tuvo acceso al menos a un poco de calor en el Chile de 1978? En la mencionada “4 meses…”, Cristian Mungiu filma la Rumania de 1987, cercana en opresión al Chile de 1978, y, sin embargo, saca de ahí otras cosas, entre ellas, una impresionante historia de lealtad. El patetismo radical de Tony Manero, entonces, más que un comentario político, se siente como una visión de mundo. Sin embargo, el patetismo per se resulta muy poco interesante como visión del mundo. No porque no exista, no porque el hombre no pueda ser miserable o ridículo, sino porque es mirada muy plana, muy poco elaborada, sin espacio para la complejidad que tiene el hombre y que debiera tener el arte.
En síntesis
“Tony Manero” representa un avance significativo respecto a “Fuga”, la cinta anterior de Pablo Larraín, sin embargo, no logra liberarse del todo de algunos de los problemas de aquella.
“Tony Manero”
Director: Pablo Larraín
Elenco: Alfredo Castro, Amparo Noguera y Héctor Morales.
País: Chile, 2008
Duración: 98 minutos
Paula. 26 sept 2008. sacado de www.emol.com
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