Vittorio de Sica


Usted es uno de los iniciadores del cine neorrealista italiano. Sin embargo, hasta 1946, año en que oficialmente nace el neorrealismo con Sciuscià y Roma, ciudad abierta, De Sica interpreta y dirige algunas películas que entran dentro de lo que se ha llamado “cine burgués” o “cine fascista”. ¿Cómo juzga usted su participación en este tipo de cine y qué sacó en claro?
V.d.S.: Sí, es verdad que yo nací en pleno cine burgués, en pleno cine fascista, como actor y como director. Era la época llamada de los “teléfonos blancos”, o sea un género de comedia rosa a la italiana y en tiempos fascistas. Pero mis filmes de entonces no eran políticos, como tampoco lo serían aquellos posteriores. Eran de carácter humano y, sobre todo, humorísticos. Mis películas destacaban también algo de ese género fascista: Los hombres, qué sinvergüenzas (1932), que dirigió Mario Camerini, competía con películas fascistas como Los héroes, Los coroneles, en las cuales se proponían héroes dictatoriales. Yo jamás hice héroes fascistas, ni tampoco interpreté a un coronel de esta índole. Por entonces me dedicaba a hacer la sátira del burgués, del pequeño burgués italiano. Mientras interpretaba aquellas películas como actor, veía que el objetivo de la máquina de cine imprimía cosas inútiles. Yo las consideraba inútiles, que no servían para nada. Fue entonces, con la madurez adquirida en aquellos años, ya que había comenzado muy joven la carrera como actor, cuando entró en mí una necesidad de expresarme como hombre en favor de los hombres, con unas ganas y un deseo enormes de decir algo que mereciese la pena. Y así comencé a realizar películas. La primera, de un cierto valor –todavía bajo la época fascista–, fue Los niños nos miran, en 1942, que fue mi primer filme de un cierto carácter neorrealista. Película ésta que fue proyectada entonces en el norte de Italia, en lo que se denominaba la “Republiquina italiana”, sin que figurase mi nombre para nada. Lo habían cancelado porque decían que veían en mí a un cineasta que quería superar un cierto clima, un cierto estilo fascista.

A.G.R.: ¿El neorrealismo es algo original, innato, que nace por sí mismo, o es algo que plantea usted con Rossellini y otros directores de su tiempo para superar los esquemas de aquel cine burgués-fascista?
V.d.S.: En efecto, apenas terminada la guerra hago Sciuscià, que es, sin género de dudas, el primer filme neorrealista junto con Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini. Nosotros dos fuimos los primeros que iniciamos este estilo, este movimiento. Aunque, pensándolo bien, no se trata ni siquiera de un estilo, porque el “neorrealismo” no fue creado en torno a una mesa o en medio de una discusión. Nació en nosotros, en nuestro ánimo, en la necesidad de expresarnos de forma diversa a como nos habían obligado el fascismo y un cierto tipo de cine norteamericano. Así, de esta rebelión, digamos, nació Sciuscià, y poco después hice Ladrón de bicicletas, con lo que el neorrealismo se convirtió en algo definitivo, válido en el terreno de la expresión cinematográfica o en el del arte, naciendo una forma de espectáculo que sería posteriormente muy apreciada y que acabaría imponiéndose en todo el mundo.

A.G.R.: ¿Después?...
V.d.S.: Después, yo y todos los maestros neorrealistas tuvimos la necesidad de que el neorrealismo se convirtiera en todo lo contrario a una fórmula. La amenaza, ciertamente, existía, por lo que intentamos buscar la manera de aplicar este estilo libre y nuevo a todas las fórmulas de espectáculo. O sea, a la comedia, al cine musical, y yo, particularmente, a la fábula, principalmente a la de los niños. Me encontré por entonces con que había una novela de Cesare Zavattini, Totó el bueno, que me sirvió de guión para hacer una película que titulé Milagro en Milán (1950) y que fue, precisamente, un claro ejemplo de aplicar el neorrealismo a la fábula. Tras ésta volví nuevamente a los viejos esquemas neorrealistas aplicados a la vida de entonces, y volví a este neorrealismo inicial porque la critica de aquellos años vio en mi tentativa una fórmula de involución y no de evolución, por lo que tuve miedo de continuar por ese camino. [...]

A.G.R.: ¿Cómo piensa usted que debe ser un director cinematrográfico? ¿Qué cualidades debe poseer?
V.d.S.: Un director cinematrográfico es siempre el que quiere o intenta ser un sincero intérprete del momento en el que vive. El que interpreta los hechos, los acontecimientos, las necesidades que tiene el cine de hoy de representar la realidad actual. Luego puede ser mejor o peor, pero lo importante es ser honrado y saber reflejar la época en que se vive.

A.G.R.: ¿Y usted?
V.d.S.: Yo pertenezco a un cierto estilo, a una cierta dinámica, a una cierta sociedad. Los directores de hoy pertenecen a esta sociedad, y describen lo que ven a su alrededor. Nosotros, los directores “viejos”, aún resistimos e intentamos seguir como buenamente podemos a esta ola moderna. En parte lo conseguimos, aunque, si quiere que le sea sincero, la mayoría de las veces no lo conseguimos. Luchino Visconti, por ejemplo, ha hecho Ludwig, una película que no cuenta historias de hoy; Fellini cuenta cosas de su infancia; yo cuento historias sacadas de obras literarias. Ahora estoy filmando una sacada de un libro de Pirandello que habla de la retrógrada Sicilia de los primeros años de este siglo; una historia romántica, patética de aquel tiempo. Y hago o hacemos esta clase de películas porque no sentimos como deberíamos sentir los momentos actuales.

A.G.R.: Háblenos ahora de cómo debe ser un actor. ¿Qué características debe poseer?
V.d.S.: El actor es un tema algo complicado. Yo he sido el primero, o uno de los primeros, en hacer uso de los actores no profesionales, no porque no tuviese confianza en los profesionales, sino por otras razones. Los personajes, si se fija, somos millones, no varios millares que será el número de todos los actores profesionales juntos. Los personajes nos diferenciamos unos de otros. Cuando no encontramos al actor que haga el personaje que queremos filmar, debemos encontrar a este hombre –su físico, su modo de hablar, de reaccionar– entre los actores no profesionales; es decir, entre uno cualquiera de esos millones de hombres, de seres humanos que forman la humanidad. Tenemos el caso de Marlon Brando, que hace toda clase de personajes, de lo más diversos, resultando ser siempre un soberbio actor. ¿Será un milagro o una excepción a la regla? Puede. En cualquier caso, que yo sepa, sólo conozco a un Marlon Brando.

A.G.R.: ¿Prefiere, pues, a los actores no profesionales?
V.d.S.: A veces sí. En mi penúltima película, Amargo despertar, eché mano de actores profesionales, simplemente porque los he encontrado que podían adaptarse a los personajes de mi película. Es misteriosa la cosa del personaje, que llega a expresarse incluso con un gesto, o con una manera de sentarse, o con la forma de caminar. En Ladrón de bicicletas, por ejemplo, el personaje del padre, que es un obrero, lo tome de un verdadero obrero, Lamberto Maggiorani. Anteriormente había realizado numerosas pruebas con actores profesionales. El productor Celci –fijese–, a quien le gustaba mucho la trama, me ofreció un millón de dólares para hacer la película (yo apenas si tenía un par de millones de liras –unas doscientas mil pesetas– para invertirlas en ella). Pero Celci me ponía una condición: que el personaje del obrero lo interpretase Cary Grant. Yo me negué, porque Cary Grant no era el personaje. Así que acabé por dárselo a Maggiorani, que era un obrero de la fábrica Breda. El resultado ya lo conoce usted: uno de los mayores éxitos de mi vida.

A.G.R.: Dejemos ahora su vida profesional. ¿Cómo es Vittorio de Sica humanamente, fuera del plató?
V.d.S.: Soy un hombre que ha sufrido mucho, mucho. He tenido una infancia poco feliz. Llegué a comprender en seguida lo que era el sufrimiento humano y he intendado, con mis modestos medios, expresarlo, yendo en defensa de esta humanidad que sufre. Mis películas son hechos humanos realizados con una cierta habilidad profesional y con una cierta alma de artista. Quise decir con mis películas una palabra en favor de la humanidad sufriente, necesitada, con optimismo, creyendo que el cine podría haber influido en la gente, o educarla, aunque de nada ha servido este interés. La humanidad es sorda y ciega y va adelante así. Hay una enorme crueldad en las relaciones humanas. No hay esperanzas, si no es que llega antes algo que cambie la actual situación, o si la humanidad no comprende que por ese camino sólo encontrará el odio y la indiferencia. Será tarea de los jóvenes escritores y cineastas continuar batiéndose por una mayor bondad, por una mayor convicción de que el hombre no se encuentre solo. ¡Ojalá lo consigan! Pero las cosas, desgraciadamente, van cada vez peor. Se multiplican los crímenes, las guerras no terminan, a pesar de que Sciuscià y Ladrón de bicicletas fueron dos películas que hablaban contra la guerra. Así pues, no sirve para nada hacer películas como éstas. Nadie realmente nos escucha, sólo van a divertirse, a pasar un buen rato.

[Publicada en “Ya”. 19 de mayo de 1974.]

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