Vivir entre el intenso aroma del talento no garantiza que el arte brote de tus manos, ojos y boca. La fragancia del arte es caprichosa, danza por el aire, se posa en unas pocas personas, no pasa de padres a hijos. Pero hay veces que por sorpresa ese intenso perfume, que transforma la mente de aquel a quien toca, traza un pequeño recorrido y apenas en unos metros, como una herencia, fija su destino. Sofía Coppola quedó impregnada y las Vírgenes Suicidas fue su primera demostración de su intenso y fragante perfume de talento.
Quizás su primer acierto fue llevar al cine la estupenda novela de Jeffrey Eugenides y transportar a la pantalla la melancolía del ocaso que habitan sus páginas. La desgracia se esconde a veces bajo hermosos rostros, rubias melenas al viento y ojos de azul infinito. La desgracia habita a veces en grandes casas de extensos jardines, donde el manto de las hojas del otoño esconde el césped. La desgracia es a veces una reluciente manzana con un gusano acechando dentro.
Mientras veía la película deseé y no deseé ser vecino de las Lisbon. Deseé que Lux (Kirsten Dunst) me hiciese martillear el corazón al clavar sus ojos en mí mostrándome el odio y el amor eterno. Deseé ser invitado a la única y última fiesta que se realizó en casa de los Lisbon y bailar haciendo girar a una hermana, su melena dorada, su blanco vestido. Deseé acercarme con paso tembloroso y llamar a la puerta del despacho del padre (James Woods) y pedir una cita con su hija, como si pidiese un pedazo de cielo. Y desafiar la poderosa mirada de la madre (Kathleen Turner) con la intrepidez que sólo tiene un enamorado de quince años. Y, a la vez, deseé escapar del embrujo de aquellas cinco muchachas, olvidarlas, mandarlas lejos. Porque sabía que corría el riesgo de como aquellos muchachos, vecinos de las Lisbon, de despertarme años después con la garganta seca, el corazón palpitando y la mente llena de aquellos ya inalcanzables infinitos ojos azules. Hay bellos olmos muertos por dentro.
18 agosto 2008
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